domingo, 8 de mayo de 2011

MARLEY & DIEZ MAS

Un caño

El miércoles se cumple el 30° aniversario de la muerte de Bob Marley, fana del fútbol y jugador de alto vuelo. Se lesionó jugando y de la herida brotó un cáncer que lo mató. Hoy, es leyenda.




Mariano Murphy mmurphy@ole.com.ar - Andrés Bernoldi abernoldi@ole.com.ar

/| 08-05-2011

Cuando Bob Marley murió a los 36 años, fue enterrado con unos brotes de cannabis, su guitarra Gibson Les Paul, la biblia del movimiento rasta y una pelota. Cosa de fumón: el tipo que no hizo ni una sola mención al fútbol en sus canciones, el tipo que nunca hubiera pasado un control antidoping, el tipo que nació en un país que figura arriba en los rankings de pobreza y abajo en los rankings FIFA, fue un fanático del fútbol.

El libro “Bob Marley: Songs of Freedom” cuenta que durante las grabaciones, y hasta en los instantes previos a los conciertos, Marley descargaba tensiones jugando a la pelota. Con su banda, The Wailers, solía armar porros y fulbitos en los hoteles. Era tan fanático que el micro que lo transportaba en las giras estaba equipado con una tele para ver los partidos. Incluso, tuvo de manager a una de las máximas glorias del fútbol jamaiquino: Alan Skill Cole. Cole fue el primer hombre nacido en la isla que jugó en Brasil, cuando firmó para el Náutico en los 70. En julio de 2007, estuvo preso por tenencia (no tenencia de pelota, sino de marihuana). Hoy, a los 60 años, le cuenta a Olé : “A Bob le gustaba ser centrodelantero o volante creativo. Una vez jugamos juntos en el National Stadium de Jamaica y para él fue cumplir un sueño. Incluso en la entrada del estadio se levantó una estatua en su honor”.

One love.

El Boys Town FC es un club de Jamaica. Camiseta roja. Futuro negro. Está en una de las zonas más marginales de la capital. Tiene tres títulos de la Liga local, apenas una tribunita en su estadio y 75 seguidores en Facebook. Bob Marley fue hincha de este club ubicado en Trenchtown. Allí se crió entre chicos que antes que ser futbolistas sueñan con ser atletas olímpicos como Usain Bolt o, al menos, con correr más rápido que la Policía. Sin embargo, él creció persiguiendo una número cinco. ¿Cómo puede ser que en un país como Jamaica, donde el fútbol es semiprofesional, le hubiera gustado tanto este deporte? “Será por los genes de mi padre”, solía decir. Claro, su padre fue un capitán de navío inglés. Se llamaba Norval Sinclair Marley y tenía 50 años cuando dejó embarazada a Cedella, una joven negra de 18. La relación duró menos que un faso en las manos del joven Bob. Así, creció sin papá, en un ghetto, rodeado de miseria. Sus biografías cuentan que cuando no estaba trompeándose en las calles, jugaba a la pelota o cantaba. “No sé qué le gustaba más, si la música o el fútbol”, dijo alguna vez Carl Brown, ex integrante de la selección jamaiquina entre los años 70 y 80.

Alan Skill Cole, por su parte, cuenta que Marley fue un admirador del fútbol brasileño y que Pelé fue su gran ídolo. Es que su muerte en 1981 lo privó de ver a ese otro artista que barrió con la música de su tiempo: el Diego. ¿Cuántas paredes hubieran tirado estos dos volantes creativos? ¿Cuántos barriletes cósmicos hubieran remontado? Reggae y regate.

No hay dudas: como al propio Diego, a Marley también le hubieran cortado las piernas en un antidoping: la mayor parte de su vida la pasó fumando marihuana. La otra, la dedicó nada menos que a revolucionar la música. Entre tanto, tuvo tiempo para hacerse los dreadlocks, abrazar la religión rastafari y abrazar una infinidad de mujeres: desde su esposa oficial, la jamaiquina Rita Anderson, hasta la Miss Mundo Cindy Breakspeare, pasando por la campeona caribeña de ping pong, Anita Bellnavis. Y tanto amor desparramó que tuvo hijos como para armar un picadito de fútbol: 14. Todo en Marley es así, desaforado: mujeres, hijos, hits, goles. Ahí están One love, No woman no cry, Redemption song y tantos otros himnos. Ahí está el gol que hace en Brasil. Es 1980. El cantante visita Río de Janeiro. Las crónicas del viaje cuentan que, alojado en el Copacabana Place, lo primero que quiere conocer de la Cidade Maravillosa es la favela Rocinha. También recorre las casas de deportes. Busca camisetas de fútbol, pero la camiseta con la que siempre soñó la consigue en un picadito. Se juega en lo del cantautor brasileño Chico Buarque. Marley integra el equipo con Junior Marvin (guitarrista de The Wailers), el cantante brasileño Toquinho, el propio Buarque, Jacob Miller (otro exponente del reggae que fallecería días después) y Paulo César Cajú, integrante del Brasil campeón en México 70. Lindo equipito para tocar. En la cancha y sobre el escenario. Marley hace un gol. Ganan 3-0. Al final, Cajú le regala la 10 del Santos, la de Pelé. O’ Rei.

I Shot de Sheriff.

Marley gambetea en la cancha y gambetea a la muerte. Son los 70. El jamaiquino ya dejó de ser un negrito de melena llamativa para convertirse en alguien peligroso. No es un rockstar egocéntrico pasado de alcohol y de crack. Es algo peor: un mestizo tercermundista que habla de paz y de liberación. Y a los muchachos de la CIA se les atragantan las rosquillas. Así, lo incluyen en su lista de mala fe: pasa a ser vigilado, considerado un factor desestabilizador en todo el Caribe. En 1976, a dos días de dar un recital por la paz, le declaran la guerra: sufre un atentado en su casa de Jamaica. La balacera le peina las rastas. Poco le importa. Igual sube al escenario y ante 80 mil personas levanta su remera para mostrar las heridas. Y se ríe. Se ríe mucho. Que la sigan fumando.

Get Up, Stand Up.

Paradójico, es jugando al fútbol que Marley no podrá gambetear a la muerte. Todo comienza en abril del 77. En Inglaterra. Durante un partido le pisan el dedo gordo del pie derecho. El dedo le queda destrozado. Los médicos le detectan una forma de melanoma maligno. Le aconsejan que ese dedo debe ser amputado. Marley se niega. Tres años después, el 20 septiembre de 1980, visita Nueva York. Ya es el rey. Vive en el hotel Essex House al Sur del Central Park. El tipo que dormía en un ghetto despierta en la cima del mundo. Y una mañana sale a correr. Pero cae al suelo, desplomado. El cáncer ha avanzado al cerebro, pulmones, hígado. Le dan un mes de vida. No más. Consumido, viaja a Alemania a hacerse atender por un ex médico de la SS. Mejora. Le crece el pelo y hasta vuelve a jugar. Al tiempo cae otra vez. Ya no habrá recuperación. Sólo un deseo: morir en Jamaica. Se toma un avión, pero está grave y en Miami lo atienden de urgencia. Al morir allí, en el hospital Cedar Sinai hace 30 años (se cumplen el 11 de mayo), Marley deja la más maravillosa obra del reggae y a nueve mujeres disputándose su herencia. Entre el desconcierto, los llantos y la primicia mundial, es llevado a Jamaica. La multitud más grande en la historia del Caribe acompaña el cuerpo. Hoy descansa ahí con una pelota. Cosa de genio.

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