jueves, 24 de mayo de 2012

MEMORIA / ATAHUALPA YUPANQUI

Un artista irremplazable

Hoy se cumplen 20 años de su muerte en Francia. Su lugar en el folclore aún continúa vacante.
Nenette Se conocieron en Tucumán en 1942. Ella era una pianista clásica y firmó muchas composiciones en colaboración con Atahualpa, entre ellas “El alazán” y “Guitarra dímelo tú”. Nenette no fue el único lazo que Yupanqui tuvo con Francia.

23.05.2012 | Por Federico Monjeau | CLARIN
Se cumplen hoy 20 años de la muerte de Atahualpa Yupanqui, en Nimes, corazón de la provence francesa. Francia había sido una especie de segunda patria de Yupanqui desde su primer viaje de 1948, fruto del apetito universalista y la persecución peronista. París lo recibió cálidamente; en casa del poeta Paul Eluard conoció a Edith Piaf, quien lo invitó a cerrar un recital suyo en el teatro Athénée; y además sería francesa, aunque nacida en Canadá, la mujer de su vida: la pianista clásica Antoinette Paule Pepin, “Nenette”, quien con el seudónimo de Pablo del Cerro firmó en colaboración composiciones tan perfectas como El alazán , Chacarera de las piedras y Guitarra dímelo tú . Pero Yupanqui y Nenette no se conocieron en Francia, sino en Tucumán en 1942, en ocasión de un concierto de ella.
Yupanqui nació con el nombre de Héctor Roberto Chavero el 31 de enero de 1908 en Campo de la Cruz, una posta de la provincia de Buenos Aires. Sus primeros estudios musicales consistieron en dos años de violín con el padre Rosaenz; luego conoció a su gran maestro de guitarra, Bautista Almirón, quien lo acercó al repertorio clásico por medio de piezas de Tárrega y transcripciones de Scarlatti, Bach, Mozart y otros. Ese repertorio y las milongas y canciones de los paisanos proporcionaron el modelo de su estilo único, que avanzó en la sola dirección de un ascetismo perfeccionista, sordo a las modas y al nuevo cancionero de los años ‘60. Sobre aquellos grupos vocales incluso ironizó con un comentario muy famoso: “Uno canta y los otros le hacen burla”.
Cantaran lo que cantaran, hicieran lo que hicieran, cuatro voces eran seguramente una enormidad para Yupanqui. El hizo de la soledad un principio musical y poético. Sus canciones hablan del camino, del tránsito, de la intemperie. Siempre se mantuvo alejado de las “cinturas cósmicas” y el expansionismo metafórico. Sus imágenes son menos demagógicas, más secas, más verdaderas; y tal vez más trágicas, ya que el amor por la naturaleza que experimenta el solitario es profundamente irrecíproco. No hay nada más indiferente al sentimiento humano que el paisaje.
Sus dos bienes más preciados fueron la guitarra y el caballo. Difícilmente alguien haya hablado del caballo de modo tan conmovedor.
El alazán , “cinta de fuego”, es acaso el ejemplo más sublime, pero no el único. En El tordillo el recitante nombra el árbol plantado sobre la tumba del animal que salvó del frigorífico: “Una sombra pa’ la sombra del recuerdo de un amigo”.
Yupanqui fue un virtuoso como músico, poeta e intérprete. Fue un guitarrista exquisito; sin la proyección casi orquestal de la guitarra de Eduardo Falú, pero no menos sutil. Transitaba por un zona más acotada del registro (medio-agudo), en paralelo con una voz no demasiado resonante. Tenía una manera única de acelerar un poco la frase, y no hubo un vibrato (ese pequeño “temblor” que se obtiene por medio de una oscilación de la yema sobre la cuerda y el traste de la guitarra) tan expresivo y justo como el suyo.
Yupanqui expresa un ideario conservador. Murió el mismo año que Astor Piazzolla y eso ha llevado a ciertos paralelismos. Son paralelos literalmente, en el sentido de que no se tocan. Si Yupanqui es el conservador, Piazzolla es el revolucionario, pero antes de las diferencias estéticas están las del oficio. Piazzolla es un músico en un sentido muy distinto al de Yupanqui, como en general ocurre con los músicos del tango y el folclore: los primeros son más técnicos, lo que desde ya no implica la superioridad de un género sobre otro.
Y si la revolución de Piazzolla fue tan poderosa que no hubo músico que quedase libre de su influencia, el encapsulado y solitario arte de Yupanqui se cerró con él. No dejó herederos. Su epigramático ascetismo hoy nos parece una forma de expresión más japonesa que propiamente local. Y de su veneración por Japón el maestro dejó varios testimonios, como ese verso que dice, a modo de sobria despedida: “Vuelvo a la sombra de los viejos algarrobos, llevándome un tímido botón de tus cerezos”.

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