Viajé para descubrir algo que siempre estuvo en casa
POR OLIVERIO COELHO. ESCRITOR, ENTRE SUS LIBROS FIGURAN “PARTE DOMÉSTICO” Y “UN HOMBRE LLAMADO LOBO” | clarin - sociedad
Un rito iniciático de los jóvenes es alejarse, buscar experiencias límite. Eso, creen, los ayudará a conocerse mejor. Un escritor narra cómo no encontró lo que fue a buscar pero sí reafirmó su vocación.
19/05/12
Desconocía el desamparo hasta que viajé a Cuba solo, a los dieciocho años, en pleno período especial. Me alojé en las afueras de La Habana, en una habitación que un conocido me había comentado se alquilaba. Las condiciones de vida eran muy duras y estaba a kilómetros de la ciudad. No sabía qué hacía ahí, en ese suburbio de la escasez.
Quería volverme. El paisaje no coincidía con la ciudad que había imaginado. En vez de volver, me trasladé a otra casa de familia, ahora en la ciudad. Me encontré más solo y aterido ante ese inefable mercado negro que subyacía en La Habana. La calle era un blanco móvil de vendedores ambulantes, niños, traficantes de todo tipo y mujeres ferozmente sensuales.
Había un protocolo del amiguismo que muchas veces ocultaba un interés pecuniario que yo no sabía anticipar ni manejar, de modo que volví sin un peso, pero con muchos libros. El comunismo del que era partidario no existía en Cuba ni en ningún lugar del mundo, salvo en la propaganda. Había un clima de desesperación civil, emergencia económica y miedo a opinar frente a un extranjero.
La población estaba dividida entre los que apoyaban al gobierno porque habían vivido los beneficios de la revolución , y quienes habían nacido después y no pensaban su país en la coyuntura de un bloqueo, sino en relación a necesidades imposibles de satisfacer con un sueldo en pesos cubanos.
Terminé de convencerme de que transitaba una pesadilla de la civilización cuando un médico y poeta me contó que su madre estaba internada, con la cadera rota desde hacía semanas, y que había tenido que exhumar los restos de su padre y extraer del cadáver, con sus propias manos, los clavos que necesitaba para la operación.
En la Universidad de Buenos Aires, poco después, me sentí sapo de otro pozo. Luego de pasar por Cuba, ni siquiera podía hacer amigos adhiriendo a uno de los tantos partidos románticos de izquierda que inundaban los pasillos, y mi experiencia en la facultad resultó decepcionante. En el primer final que di, la profesora me desaconsejó la carrera de Filosofía, me aseguró que no iba a durar un año y me confesó que me regalaba un cuatro porque me veía muy cachorro . Aunque la odié en ese momento, el tiempo le dio la razón.
Analicé la posibilidad de pasarme a la carrera de Letras y desistí: temí arruinar lo único que amaba . A mis problemas de concentración a la hora de leer filosofía, se sumó el amor desequilibrado por una femme fatale y el consiguiente insomnio. Pasaba horas en la cama dando vueltas, hasta que amanecía. En ese período de horas, imaginaba a esa mujer amada con sus hombres anteriores y libaba una red de celos hacia sus hombres futuros.
Cuando la tenía enfrente, estaba extenuado, ojeroso, de mal humor, nervioso. Incómodo en mi propio pellejo porque estaba seguro de que esa mujer hermosa aspiraba a hombres hechos y yo, a la deriva, era un pasatiempo.
Sentí que a esa altura estaba por defraudar las discretas expectativas que mis padres separados habían depositado en su hijo único. Nunca me habían impuesto algo, salvo ir a la Universidad. Creí que entonces la cuestión era dejar la universidad sin que se notara. Tenía que publicar una buena novela y salir invicto de mis desengaños .
Un segundo viaje podía ser el atajo ideal, ya que nada estaba decidido en mi vida y todo era desconcierto y amenaza de fracaso. Viajar era un modo de hacer tiempo, dejar que las cosas se acomodaran o empeoraran del todo. Encontré una coartada en el inglés. Convencí a mi madre de que rompiera el chanchito dolarizado y me mandara a Londres durante una temporada, a mejorar mi inglés en un instituto.
De ese modo logré llegar a Londres, con un dinero inicial destinado al pago de las cuotas y el alojamiento de meses. En cuanto pisé el aula del instituto, experimenté lo mismo que en la UBA y en los lugares donde había trabajado: inadaptación, fobia , inminencia de fracaso, pánico ante la institución. No pasé un día sin llorar o escribir cartas. Estaba a un paso de ser un infante difunto. Experimenté el mismo desamparo que en Cuba, sólo que ahora pesaba sobre mí una cadena de decepciones.
Pensé en sumarme al ejército de yonkis que veía en las inmediaciones de Camden Town. Suponía que con la heroína el mal de la inmadurez y el insomnio quedaban disueltos de por vida en un sueño épico. Elcoqueteo con la idea de probarla duró hasta que presencié, en una especie de squat industrial, cómo se picaban.
Una chica que debía haber sido hermosa era un fantasma y ya no encontraba su vena.
Retrocedí ante la encrucijada. Todos eran extraños en ese purgatorio donde las relaciones eran imposibles y donde un cordero más era bienvenido a condición de que estuviera seguro de entregar su alma a la adicción.
Después de pasar días encerrado en la buhardilla que había alquilado al norte de Londres, en Kilburn, tomé una vez más la decisión de huir de esa ciudad que se había vuelto, como La Habana o Buenos Aires, un escenario obsceno de la desgracia. Con el dinero que me quedaba, me dispuse a viajar sin fecha de regreso y sin instrucciones, aunque antes de dejar la ciudad me di el gusto de averiguar las señas de Cabrera Infante y visitarlo en su casa de Kensington, como si al dejar Londres también renunciara a los fantasmas de Cuba.
Con dos compañeros de ruta, un día cruzamos a Marruecos ilusionados con seguir la huella beatnik . Bowles estaba vivo, pero nunca dimos con su casa ni con la habitación en la que Burroughs escribió El almuerzo desnudo .
En cada ciudad mirábamos partidos del mundial de Francia. Terminamos al borde del Sahara. Ese día Argentina perdió con Holanda en cuartos y Ortega se hizo expulsar. Miré a mis dos compañeros y no los reconocí.
No me unía nada a ellos.
Los vi vacíos, como los adictos de Camden Town. Nada de qué hablar, ninguna razón para escucharlos. Me di cuenta de que en adelante no tenía que esperar tanto de la gente que encontraba en el camino. Nunca iban a ser verdaderos amigos, ni familia, ni amores.
Volví a Europa y seguí un itinerario marcado por el azar. Cada tanto, desde lugares remotos, me tomaba el atrevimiento de llamar a Cabrera Infante para preguntarle cómo estaba. La mayoría de las veces me atendía su maravillosa esposa , Miriam, y me decía que estaba en cama, mal, y yo me aterraba al suponer que la vejez podía deparar trampas tan letales como las de la juventud.
Pasé un tiempo en Paris, crucé a Italia, a los países de Europa del Este, a Holanda y a Alemania, donde los trips alucinógenos dejaron un nuevo desengaño. Para casi todos los mochileros, viajar a Berlín o a Amsterdam equivalía a iniciarse en el LSD y los hongos que a la salida de los mismos hostels se conseguían como souvenirs.
Estos trances, sin embargo, terminaban en el tedio y en la sensación de que la experiencia había sido superficial o inútil. Lo que comenzaba como una comunidad espontánea de adolescentes inquietos en busca de diversión, no conducía a una experiencia sensible, sino a un vacío mayor cuando al bajar a tierra me encontraba con extraños que sólo querían jugar a no tener destino ni posesiones –como si eso fuera la rebeldía–.
Llegué a Turquía para estar por fin del todo solo. Creí que ese era el lugar más lejano al que podía ir un desengañado que quería madurar. Era un lugar donde renacer o desaparecer, exactamente como en la película Zombie y el tren fantasma del finés Mika Kaurismaki .
Las semanas en Estambul marcaron el fin de la adolescencia. Ahí mi vida se bifurcó. La verdadera experiencia sensible consistió en recorrer con los ojos bien abiertos los mercados y barrios populares que crecían a orillas del Bósforo. Todo el viaje culminaba ahí. Me prometí que Estambul iba a ser un sitio al que volvería siempre. Un día, abstraído por el atardecer que caía en una callecita, me tropecé, caí de bruces y me abrí el mentón. Alguien me levantó y guió a un hospital para que me cosieran la herida , ocho puntos suturados en un idioma ininteligible.
Pasé días convaleciente. En un cuarto minúsculo como una celda, sentí la distancia.
Extrañé a mis padres mucho , por primera vez.
Advertí cuánto los quería y me sentí bastante ingrato. Siempre habían sido generosos y comprensivos y yo no había respondido más que con gruñidos y hermetismo. Esperando el regreso a Argentina, volví a escribir. Quizás durante todo el viaje hubiera estado gestando esa caída para despertar y recordar que quería dedicarme a la literatura y que amaba a mis padres. Volvió a mi cabeza la idea concebir una novela que compensara mis pasos en falso.
Regresé a Buenos Aires con la mitad de un libro y veintiún años recién cumplidos.
Sin estos viajes , creo que no me habría dedicado a escribir. O no habría ganado confianza ni llegado a esa situación crítica en la que uno debe renunciar a casi todo, apostar por una vocación invirtiendo una cuota de voluntad y de trabajo sobrenatural, a riesgo de quedarse sin nada. Durante un mes, cada mañana, me levanté a completar los capítulos que me faltaban. Veía cada vez más cerca esa obra que, creía, me volvería escritor a los ojos de mis queridos padres.
Entonces existía la Fundación Antorchas y era casi el único modo de acceder a la publicación de un primer libro. Había que presentarse con la carta de recomendación de un escritor argentino. Todavía hoy recuerdo la generosidad de ese escritor admirado que accedió a hacer la carta sin conocerme, con sólo leer unos capítulos y escuchar mi voz por teléfono. Conté los días que faltaban para que se anunciara el resultado del concurso. En la página web, el día indicado, vi mi nombre.
A pesar de la expectativa, me había preparado para una decepción que pulverizara la libertad que había ganado en el viaje y me devolviera a mi antiguo derrotismo. Ese momento fue, en mi vida literaria, el más feliz de todos . Había conseguido algo que deseaba, por primera vez. Era el fin del hábito del desencanto.
El libro se publicó bajo el título Tierra de vigilia y se lo dediqué a mis padres. Hubo otros viajes importantes, pero nada comparado con aquel período de nomadismo que confluyó en mi primera novela. Cada tanto le mandé postales a ese escritor argentino admirado sin el cual, creo, no habría encontrado impulso para avanzar en ese otro camino, el literario. Siguieron novelas con menos ángel, nunca volví a Estambul , un día recibí la triste noticia de que Cabrera Infante se había ido de este mundo con su Cuba, pero ningún paso en falso puso en duda que dedicarme a leer y a escribir era uno de los mejores destinos posibles.
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