sábado, 11 de agosto de 2012

Vivir en Siria en medio de la guerra civil, las barricadas y las matanzas

POR JANINE DI GIOVANNI | clarin.com

Hasta hace pocos días la gente intentaba seguir con sus actividades. Ahora la mayoría huye de los bombardeos.
 
31/07/12
¿Qué se siente cuando empieza una guerra? ¿Cuándo desaparece la vida como uno la conoce? ¿Cómo sabés cuándo es tiempo de recoger tu casa y tu familia y dejar tu país? O si decidís que no, ¿por qué?
Para la gente común, la guerra empieza con un sacudón: un día estás ocupado con turnos en el dentista y en un instante la rutina diaria se pulveriza. Los cajeros automáticos y los celulares funcionan. Luego, de repente, todo se para.
Se levantan barricadas. Se reclutan soldados y los vecinos trabajan para armar su defensa propia. Se asesinan ministros y el país entra en caos. Desaparecen los padres. Cierran los bancos. El dinero, la cultura y la vida que la gente conoce se esfuman. En Damasco, este momento ha llegado.
Pasé casi dos semanas en Siria a principios de este mes; tuve el privilegio –y la suerte– de conseguir una visa porque hay un bloqueo casi total a los medios.
El miedo que surge con la guerra civil era palpable. En las calles explotaban coches-bomba ; en un canal de TV hubo un enfrentamiento a tiros. La semana después de que estuve en Damasco, la Cruz Roja declaró guerra civil a la rebelión que llevaba ya 17 meses. Ningún sirio puede negar ya, como algunos lo hicieron, que su país esté en guerra y que la vida que llevaban esté llegando rápidamente a un fin.
Durante el tiempo que pasé en Siria la vida ordinaria se desarrollaba como en cualquier otro lado del mundo. Fui a ver óperas en uno de los mejores teatros especializados de Oriente Medio, fiestas en piscinas dionisíacas, bodas en las cuales las parejas se casaban de acuerdo a elaboradas ceremonias sunnitas y shiítas. La vida de alguna manera continuaba mientras la guerra trepaba al umbral de la puerta de Siria. Pero había una corriente de tensión, un temor tangible de que el conflicto se derramara pronto sobre Damasco.
La gente había empezado a abandonar la capital cuando llegué.
Había grupos de personas que partían y las embajadas estaban cerrando.
Los barrios de Barzah y al Midan, por cuyas calles yo había caminado dos semanas atrás, ahora eran zonas cerradas con barricadas, fortalezas de la oposición . Era riesgoso conversar en la calle después de la plegaria del viernes al mediodía, o hablar con partidarios de los rebeldes. Ahora será más sangriento.
Conozco la velocidad de la guerra. En todas las guerras que he cubierto –que incluyen Bosnia, Irak, Afganistán, Sierra Leona, Chechenia, Kosovo– los momentos en que todo pasa de lo normal a lo extremadamente anormal comparten una calidad similar. Una noche en Abiyán, Costa de Marfil, en 2002, por ejemplo, me fui a la cama después de cenar en un suntuoso restaurant francés. Cuando desperté, no había servicio telefónico ni radio en la capital; “los rebeldes” ocupaban el canal de televisión y el cielo estaba surcado por resplandores. Desde mi jardín yo podía sentir el olor de casas incendiándose. El intervalo de 24 horas entre la paz y la guerra me dio tiempo para juntar mi pasaporte, la computadora, las fotos favoritas y escapar a un hotel.
Mientras en el Consejo de Seguridad Rusia sigue vetando los intentos de reprochar y sancionar al presidente Bashar Al Assad, amigos de Siria informan por mails y por tweets sobre asesinatos, matanzas, médicos que torturan víctimas . Es difícil no ver que emerge otra Bosnia . Sirios que pocos meses atrás se identificaban como sirios ahora dicen que son alawitas, cristianos, sunnitas, shiítas, drusos.
La diplomacia está fallando. Kofi Annan, que adopta un comportamiento celestial, se mantuvo al margen y observó cómo en Bosnia y Ruanda se extendía el genocidio mientras él estaba a cargo de la mediación de paz. Ahora suplica ante el régimen de Assad para acordar un cese el fuego.
Hace 13 años, Annan entregó un informe a la Asamblea General sobre el fracaso de la comunidad internacional en evitar la masacre de bosnios en Srebrenica. La denominó “un error sin paralelo en la historia de Europa desde la Segunda Guerra Mundial.” Nuevamente los Estados miembros carecen de la voluntad o el ímpetu para detener el asesinato de mujeres, niños e inocentes . Mientras ellos discuten por encima de los informes, más gente muere.
En Siria a principios de este mes hablé con la mayor cantidad de personas de la mayor cantidad de confesiones y situaciones posibles. Quería ver cómo contaban la historia los partidarios de Assad. Y quienes sufrían bajo el régimen.
En el viaje de dos horas de Damasco a Homs pasé por ocho puestos de control del gobierno. En un centro de refugiados atestado conocí a una mujer llamada Sopia que había visto por última vez a su hijo de 23 años, Muhammad, en la cama de un hospital de Homs en diciembre. En un ataque de morteros había sido alcanzado por metralla y un fragmento se le había alojado en el cerebro.
Una mañana llegó a la cama del hijo y estaba vacía. Los médicos le explicaron que lo habían trasladado a un hospital militar. Sopia se puso a buscarlo desesperadamente.
Encontró el cuerpo de Muhammad 10 días después en el hospital militar. Tenía claras señales de tortura : dos proyectiles alojados en la cabeza, marcas de electrocución en las plantas de los pies y alrededor de los tobillos y quemaduras de cigarrillo en la espalda.
En ese momento Sopia comprendió que estaba en un país en guerra. Me dijo que su hijo era un hombre sencillo, trabajador en la construcción, y no tenía vinculación con los rebeldes. Pero vivía en Baba Amr –zona de Homs que había sido bastión de la oposición– y se supone que los hombres de cierta edad son combatientes o partidarios del Ejército Sirio Libre.
La congoja de Sopia no era distinta de las madres de combatientes del gobierno muertos en Damasco por explosivos improvisados o metralla. Para ellas la política parece importar menos que el dolor crudo, la pérdida inconsolable.
A través del país entero soldados armados en puestos de control de carreteras revisan los autos que pasan en busca de armas y combatientes. Los pasajeros sospechosos son detenidos e interrogados. Camino a Homs, hombres pro Assad armados nos detuvieron por varias horas a mí, a mi traductora y a su madre en un puesto de control.
De vuelta en Damasco, visité un hospital militar donde vi los cuerpos mutilados de 50 soldados del gobierno rodando desde sus camillas ensangrentadas hasta sus ataúdes durante la preparación de un funeral masivo.
Me dijo el director del hospital que mueren 15 soldados del gobierno por día . Pero no hay modo de verificar esas cifras ni el número de muertes civiles. Naciones Unidas dice que han matado a 10.000, pero activistas humanitarios dicen que el total es cercano a los 17.000.
Una activista joven me cuenta que no tiene miedo de ir presa otra vez por protestar pacíficamente. Usa nombre falso y se muda con frecuencia. No puede comunicarse abiertamente por su celular ni por Skype. “Creo en lo que estoy haciendo”, dijo. Quiere vivir en un país libre de normas dictatoriales.
En una oficina del gobierno, un funcionario cristiano con nombre musulmán dice que creció en un país que era un caldero de grupos étnicos: refugiados de Armenia, cristianos, shiítas, sunnitas y ortodoxos griegos. Dice que la rebelión va a cambiar todo esto. “Todos los que creyeron en el modelo sirio han sido traicionados”, afirmó.

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