El impresentable
Hablo/escribo con la impunidad que da la noche demorada del día del censo y el silencio masticado de muchas horas sin querer hablar en caliente de lo que (nos) pasó ayer. No conocí a Kirchner: lo voté y lo iba a volver a votar si se presentaba el año que viene. Me parece que era –con todas las diferencias e incomodidades que uno, que no está en la política, tiene– lo mejor para el país real, el país de las opciones concretas. Así que, con permiso y todo el dolorido respeto, voy a ser incorrecto. Sincero, quiero decir.
Me acuerdo del primer chiste malévolo que escuché sobre Kirchner, cuando crecía, antes de ser presidente y ya se asomaba Cristina a su lado: “¿Sabés cómo le dicen a Kirchner? Ciervo embalsamado. Porque es cornudo y con un ojo de vidrio”. No sé si este chiste basura es conocido, si circuló. Supongo que sí. Resulta ejemplar para recortar ideología y estatura moral de quienes lo pergeñaron. Imperfecta, como todas las falsas atribuciones de apodo sustentadas en comparaciones de ese tipo, la referencia tenía la perversa eficacia de trabajar sobre el sentido común machista de la mina vistosa e inteligente al lado de un flaco feo –virola, para colmo– y con una pinta de loser que mataba. Un sujeto que era –marketineramente, digamos, perdonando la palabra– absolutamente impresentable. Y lo notable, ejemplar, festejable hasta hoy incluso, con la lástima y el dolor al día, es que ese supuesto impresentable y la mina que lo acompañaba los abrocharon. Largamente. Y cómo.
Me acuerdo cuando los radicales le arreglaron hace (¿veinte?) años los dientes al pobre Casella para una elección que perdió; me acuerdo –en los noventa– de los afeites, el gato ineficaz y la avispa del Turco perverso. La moraleja es tan obvia que da hasta pudor explicitarla: saludablemente, acá todavía no siempre gana el marketing. Ni los medios. Me acuerdo, hace unas semanas nomás, de Kirchner metido en la pilcha de El Eternauta en los afiches callejeros después de zafar de una anterior a ésta en que no zafó. Qué bárbaro... Narigón irremediable como el mismísimo Oesterheld, que también ha sido enfundado en su momento por Solano en el traje de Juan Salvo, el Néstor (o lo que generaba en la gente joven su liderazgo) primereaba una vez más a la lentejísima oposición y se apropiaba con toda justicia de un ícono ejemplar del siglo.
Vuelvo ahora a lo que fue la previa a las elecciones de 2003, con el padrino Duhalde buscando quien agarrara la candidatura, con Lole & Co. (una vez más) sacándoles el cuerpo a las responsabilidades, con un país en la lona y sin futuro, una papa caliente sin nada que ordeñar... El impresentable debe haber sido el tercero en la lista de los posibles contrincantes del Turco con la misma devaluada camiseta. Y allá fue. A propósito: ¿Alguien se acuerda de que Menem ganó, fue primera minoría con casi un cuarto de los votos en esa elección a la que renunció a la hora del ballottage? Memoria, plis: este flaco muerto todavía tibio arrimó apenas algo más del veinte por ciento de los votos –segundo, cómodo–, con el nefasto abanico de López Murphy, Rodríguez Saá y Carrió detrás, todos parejitos. Con ese capital electoral miserable –el ilegítimo Illia, cuarenta años antes, juntó lo mismo que el Turco, pero no había segunda vuelta entonces–, con ese misérrimo porcentaje, digo, que además “era-de-Duhalde”, construyó a contrapelo de expectativas y pronósticos agoreros de ser un dócil Chirolita, su propio proyecto político, que es lo más parecido a lo que veníamos esperando desde el regreso a la democracia. Y lo hizo desde la carencia, pero con una vocación de poder y capacidad de construir que hoy, los alcahuetes y/o los cínicos enemigos del proyecto que encarnó y encarna, atribuyen (ecuánimemente) a sus respetables cualidades de “animal político”.
Y es cierto. Pero Kirchner no sólo ha sabido hacer política mejor que los otros en esos términos pragmáticos (acumular fuerzas, aislar al adversario, pegar primero, tomar siempre la iniciativa), sino que la ha hecho con una dirección y un sentido genuinos, porque siempre sentimos, incluso cuando no lo acompañamos, que creía en la política –no como los economistas tecnócratas del liberalismo o los empresarios colados, que sólo creen en la lógica de la empresa o los números de los balances–, que creía en y hacía política como instrumento de cambio, como medio de acceder al gobierno para poder modificar las relaciones con el poder fáctico, y no para servirlo.
Pero yo no quería hablar de eso. Quería hablar de su magnífica condición impresentable. Y terminar con tres rasgos que cualquier imbécil asesor de imagen o de verso equivalente despreciaría: las biromes berretas con que firmaba decretos y rubricaba acuerdos; el traje cruzado fuera de moda y oportunidad, siempre; la tendencia –memorable, desde el primer día, a la salida del Congreso– a zambullirse entre la gente, sacado, regalado.
La verdad, digan lo que digan, Kirchner ha sido un regalo. Generoso, cursi, incómodo, como un velero hecho de caracoles de mar puesto sobre la repisa de la patria. Uno piensa que es para tirar y resulta imprescindible, verdadero, necesario.
Lo vamos a extrañar.
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